La ciudad de mi amigo

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No lo hizo la casualidad que nos encontráramos. Tantas habían sido las visitas realizadas a aquella ciudad que lo más probable era que un día coincidieran nuestros caminos.

Estaba sentado en la plaza con la vista puesta en el valle que se abría delante de él mirando a poniente, un valle en el que las viviendas se distribuían a lo largo de callejuelas confluyentes a una principal. Eran calles sin nombre. La ciudad albergaba gentes que bien porque sus ancestros habían ocupado aquel territorio desde la noche de los tiempos y se conocían “de siempre” o fuera porque los nuevos habitantes eran tan diferentes en vestimenta, lengua y rasgos a ellos que resultaba fácil saber cuál era la vivienda de cada quien. En ésta ciudad todos se conocían. Con un ropaje que en nada se parecía al  de ellos, lo normal era que yo llamase la atención. Peregrino en aquella tierra, sentía curiosas miradas a mi paso. Venía de otra ciudad y, lo que resultaba más difícil de hacer comprender, venía de otro tiempo. Dos mil años separaban aquella sociedad y la mía.

Torre de la Iglesia en Gallur (Pagus Gallorum)

Mi ciudad distaba una hora, algo que resultaba extraño cuando lo comenté pues ellos empleaban tres jornadas para hacer el mismo camino. Obviamente…¡son otros tiempos!

Hoy venía a verle a él tal como le prometí. Nos conocimos hace mucho tiempo. Me dijo entonces que se acababa de jubilar y yo, que me encontraba en la misma situación, le dije que volvía a los lugares que un día recorriera con mi esposa,  sesenta años atrás.

Comentó, no recuerdo como empezamos la conversación, que se acababa de instalar en la ciudad, que había nacido en Siria, que su vida fue la milicia  al servicio de Roma y que había llegado a hacía poco tiempo. Había oído hablar de ella a un comerciante con el que coincidió en Gades, mientras descansaba en aquella mutatio que ofrecía buen servicio para él y su caballo. Habían pasado más de cuatro meses desde que había comenzado a buscar una ciudad donde instalarse en su jubilación. El relato del comerciante le hizo prestar oído a la conversación que mantenía con otros viajeros. Su entusiasmo hablaba de la prosperidad y paz del lugar, a mitad de camino entre la recién inaugurada Caesaraugusta y la vascona Pompélon, que un día citara Ptolomeo. “Era lo que buscaba para retirarme”, afirmó haciendo un inciso en su relato. Decidió seguir camino hacia Carthago Nova costeando el Mar Interior que Roma llamaba Nostrum – Roma ya no tenía a nadie que le disputara el dominio de ése mar y sus costas – y que le había acompañado desde su salida de Alejandría. Desde allí seguiría hasta Sagunto y Caesaraugusta donde tomaría la Calzada Augusta que le llevaría hasta Terracha, su ciudad actual.

-Elio Galo es mi nombre, me comentó en aquél primer encuentro, a lo que le contesté que el mío era Joaquín.

Desde ése momento todo fue fácil: él me contó el motivo de su llegada a la ciudad y yo le dije el mío que no era otro que vivir mi jubilación en una ciudad que me permitiera ordenar los recuerdos y experiencias que se remontaban, en cuanto al lugar, al día que los recorrí por primera vez con aquella mujer que terminaría siendo mi esposa y con la que volví años más tarde acompañado de inquietos niños, nuestros hijos, que jugaban al balón entre las ruinas de la otrora próspera ciudad. Era una conversación surrealista, yo le estaba adelantando el final de la ciudad que él contemplaba pujante y magnífica.

Aquél futuro que le anunciaba no impidió que se acomodara en una pequeña vivienda situada a pocos pasos de la caupona en la que coincidimos, una vivienda y una calle desde donde podía ver el Foro de la ciudad “ …y contemplar el devenir de sus gentes”, me dijo, mientras me hacía saber que no muy lejos de la suya había una vivienda vacía, no muy grande, pero luminosa, orientada al Sur y protegida, como todas las que desde las Termas hasta la Zona residencial hacia el norte, y desde la Basílica  hasta el Poblado que ocupaba la terraza que rodeaba el Templo en lo más alto, estaban protegidas del desapacible y frío circius, viento que conozco porque donde resido habitualmente se padecen sus envites. “Nosotros le llamamos cierzo”, le maticé,  un viento circular, turbulento y vertiginoso, capaz de derribar al caminante confiado.

Roma implantaba su presencia en Hispania tras  someter a cántabros y astures y monumentalizaba las ciudades en las que se instalaba. Ciertamente Terracha se presentaba magnífica, como si de una pequeña réplica de la capital imperial se tratara. Los magistrados que la gobernaban se habían preocupado de embellecerla hasta el extremo más insostenible.

Son ya muchos años transcurridos desde aquél primer encuentro. No me he instalado físicamente aún en la ciudad, pero siempre que me es posible vuelvo y converso con Elio. Su vida y la mía son tan iguales… Nos gusta hacer  partícipes de nuestros encuentros a gentes llegadas de ciudades de los lugares más lejanos del Imperio.  Y a los niños, posiblemente los más agradecidos de conocer la grandeza del lugar… aunque en mi tiempo sólo se verán los restos de la magnificencia que disfrutaron sus habitantes.

Elio advirtió mi presencia detrás de él, se levantó y me saludó a su manera, ofreciéndome su antebrazo que abarqué con mi mano abierta a la vez que le presentaba el mío que se fundió con su mano y me invitó a sentarme a su lado para perder juntos la mirada en aquél monte lejano que siempre se mostraba blanco, el Mons Caunus, testigo de tantas batallas pasadas. Atardecía.

Tras la cena que Ainé había preparado continuamos conversando y, fuera por la serenidad del lugar o porque la edad nos hace sosegados en el hablar facilitando la confidencia – o por el vino –  el caso es que me habló de su familia, adinerada, – su padre perteneció al ordo ecuestre – que  le llevó a seguir los pasos de su progenitor, siendo nombrado Prefecto de Egipto por Augusto, sin ahondar más. Prefería hablar de su verdadera pasión: la Botánica.

– Debió de ser una gran responsabilidad ser gobernador de Egipto, le pregunté.

– Sí, aunque la paz que Augusto consiguió para todo el imperio, facilitaba mi trabajo. La relación con nuestros vecinos siempre se planteaban desde la negociación, aunque no es menos cierto que preferíamos la sumisión y es el caso que el propio Augusto me encomendó negociar en la región de la Arabia Félix, territorio controlado por los nabateos,  la adhesión del territorio a Roma – éramos la nueva potencia del Mare Nostrum y eso auguraba que no habría complicaciones – pero las cosas no salieron como se esperaba. Fui un ingenuo al pensar que aquellos pueblos, que se mostraban amables y complacientes con Roma, aceptarían sin crear problemas. Fue mi gran fracaso, Joaquín. No sólo no conseguí la adhesión, sino que la ayuda que se me prestó diezmó mis tropas a causa de las enfermedades a las que nos enfrentamos. No pasó mucho tiempo sin que fuera relegado de mi cargo y sustituido en él por Publio Petronio, al parecer amigo personal del emperador.

Hizo una pausa para mojar sus labios con vino..

– Aprendí mucho sobre las plantas del lugar. Fueron meses de mal consejo para la misión. Desconocíamos el territorio…Un ladino Sileo, nabateo, no dejaba de mostrarme caminos erróneos mientras me instruía sobre “las ventajas de tal o cual planta, de venenos, que bien tratados, se podían usar para la curación de enfermedades…” todo menos mostrarnos los caminos correctos…

– He leído algo al respecto, le dije. Estrabón reconoce que “te dejaste llevar por el mal consejo”, no así Dion Casio que sólo te recuerda por no poder cumplir el encargo del emperador olvidando gestas que te recuerdan positivamente. Galeno te citará por tus aportes a la medicina.

– Seguro que así será, si tu me lo dices, pero es mas fácil recordar a las personas por los fracasos.

Hoy paso mis días poniendo orden en mis notas sobre las plantas de Arabia Felix, mientras estudio las del entorno de la ciudad, concluyó Elio

Era obvio que no era conversación que le agradara continuar y preguntó directamente: ¿Y tú, Joaquín, como ha sido tu currículo?

-¿Realmente lo quieres saber? A diferencia de tu origen, mi familia no estaba bien posicionada, así que en cuanto hubo ocasión entré a formar parte de una milicia que conocemos como vida laboral, en la que alternaba estudio y trabajo, que no siempre, como a ti te sucedió, respondían a mi vocación. Al final agradeces cómo se desarrollan las cosas en tu vida, porque una parte de ésa vocación fallida entonces, la he encontrado ahora en mi jubilación.

Tuve éxitos pero al contrario que tú, nunca guardé nada, al fin y al cabo están ahí, en mi historia, y en mi cabeza – ¡que mejor archivo! – y los desvelo a quienes se interesan por ellos. Fracasos también los tuve. Caray ¡y que sonados!, pero de ellos extraje lo positivo. Unos y otros me han hecho como soy.

Contrariamente a lo que un día dijera Quintiliano sobre el saber, “no muchas cosas, sino mucho”, mi curiosidad me llevó a querer saber un poco de todo, lo que me ayudó grandemente en mi vida profesional, ganándome el apelativo de “culoinquieto”, lo que hizo reir a mi amigo que no conocía ése “apelativo” aplicado a quienes parecen disfrutar “no centrándose” en algo concreto.

Contra el criterio de Quintiliano, una persona de mi tiempo, Elon Musk, afirmará “…que aprender a través de múltiples campos proporciona una ventaja de información y por lo tanto una ventaja de innovación…” Y estoy de acuerdo. 

Así mi currículum vitae se reduce, desde que muestro los restos de tu ciudad a quienes quieren saber de ella, gracias a la libertad y el tiempo que me concede mi jubilación, a estudiar tu mundo, vuestras costumbres, para realizar lo que siempre me ha gustado hacer: Enseñar – aunque prefiero decir Ayudar – a descubrir que estudiar Historia nos permite conocer el pasado para entender el presente que vivimos y construir nuestro futuro desde lo que de ella se puede aprender día a día”.

Moncayo

El resto de cosas que he realizado…¿importan?

Alucio, esposo de Aine, nos escucha adormilado en lo que más bien parece un recordatorio de que debemos descansar. La noche ya es cerrada y la luna, desde un oscuro cielo carente de nubes ilumina tejados mientras el humo que proviene de las termas difumina el espacio con una línea plateada en la que sobresale, al fondo, muy al fondo, un blanco Moncayo.