“…¡Los dioses confundan al primer hombre que descubrió la manera de distinguir las horas, y confundan también a quien en este lugar colocó un reloj de sol para cortar y destrozar tan horriblemente mis días en fragmentos pequeños! (…) ni siquiera puedo sentarme a comer a menos que el sol se marche. La ciudad está tan llena de esos malditos relojes…”
2084 años tiene, aproximadamente, éste lamento que escribió Cátulo, (84 a. C.-54 a. C.) poeta latino nacido en Verona (Italia)
Cuando vamos a un museo no vamos contrarreloj. Nos tomamos nuestro tiempo. Disfrutamos. Tomamos conciencia del lugar y de lo que contemplamos.
El texto lo encuentro en el libro “Elogio a la lentitud” escrito por Carl Honoré y que estoy leyendo en la actualidad. En él el autor comenta las bondades del “movimiento Slow” – corriente cultural que promueve calmar las actividades humanas. – como un modo de combatir “las prisas” en las que vivimos inmersos y que nos impiden disfrutar de la vida, una vida que no consiste en dejar de hacer cosas o “tumbarse a la bartola” – descuidar o dejar de hacer el trabajo o actividad que nos es debido – , más bien se trata de disfrutar de lo que se nos presenta a diario, contribuyendo a vivir más conscientemente y menos esclavizados de correr por correr para, en las más de las veces, no llegar a ninguna parte.
Visitar un yacimiento romano o medieval, pueblo deshabitado o bullicioso moderno, olvidarnos del reloj es lo mejor si es que queremos llevarnos grabada la imagen de lo recorrido y vivido.
Visitar un yacimiento es, en mi caso Los Bañales, https://www.facebook.com/LosBanales/?locale=es_ESes, recorrerlo con el tiempo debido para poder sentirse inmerso en un mundo que por “snobismo” nos puede resultar atractivo pero que nos va a dejar vacíos si miramos el reloj.
Además de no haber aprendido nada de lo que unos restos nos enseñan, seguiremos pensando que el tráfago en el que nos movemos es mejor que nada de lo sucedido en el pasado, cuando realmente nuestras prisas de hoy – ¡Viva la modernidad! pienso con ironía – impiden nuestro crecimiento como seres humanos, puesto que no dejan tiempo para la reflexión, tan necesaria para nuestro espíritu como el agua lo es para las plantas.