Servir, no ser servido

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En aquella empresa de origen alemán afincada en España en el año 1917, concretamente en la ciudad de Zaragoza, aprendí todos los oficios que se derivan de la práctica de la metalurgia: elaboración del acero, mecanización del mismo, construcciones metálicas de gran volumen (pocas son las presas y embalses españoles que no tienen algo fabricado por dicha empresa), diseño, organización de la producción, responsabilidad de mando…todo.

Tras un periodo de paso por distintas secciones mecanizadas de los talleres accedí a la Oficina Técnica donde una plantilla de peritos, proyectistas, delineantes y una mujer al frente del archivo, todos dirigidos por un Ingeniero Superior, D. Juan Juny Oromir, otro de mis maestros, concebían y desarrollaban toda suerte de ingenios mecánicos como máquinas herramientas, autómatas, grandes obras hidraúlicas…

Un día, ya a punto de casarme, considerando que podía acceder a una categoría profesional superior que mejorara mi futuro y la de mi futura esposa, me dirigí al Ingeniero y solicité una prueba de capacitación para acceder al ascenso profesional que deseaba. Me situé ante su mesa que presidía el espacio de trabajo y al hacerle la petición, mirándome por encima de sus gafas, se levantó y me hizo pasar a su despacho para mayor privacidad durante la breve entrevista que me hizo. El despacho, ricamente amueblado en madera al estilo de principios del siglo XX, disponía de una extraordinaria biblioteca técnica y de grandes armarios que contenían, a su vez, todo tipo de proyectos ya realizados que servían de ejemplo para posteriores desarrollos.

Era el hombre persona de pocas palabras, muy observador. Fui escuchado y cuando consideró que tenía toda la información de mi deseo, acercándome una «Hoja de encargo» donde se podía leer la petición de un cliente, me preguntó:

– ¿Sabes que es ésto?

– Sí, le contesté, mientras leía la petición del cliente.

-¿Sabrías desarrollarlo?, inquirió.

-Creo que sí, le dije mientras en mi interior me hacía la misma pregunta.

– Bien, toma, eres responsable del proyecto.

Y señalando el armario donde se guardaban proyectos similares, prosiguió:

-De todos éstos proyectos puedes sacar modelo para el cálculo. Todo lo que quieras saber sobre el encargo está en éstas estanterías: libros, apuntes, experiencias, proyectos ya realizados y si eso no te basta o tienes dudas, consúltame y resolveremos juntos los problemas.

En aquella empresa no se castigaba el querer saber, el no «producir», si eso suponía estar estudiando para adquirir más conocimiento y ser más eficiente.

En aquél ambiente discuerrieron mis primeros nueve años laborales, desde los 14 años hasta los 23 años.

Un día estaba yo leyendo una de las múltiples revistas técnicas que había a nuestra disposición en aquella oficina técnica y el titular de un artículo llamó mi atención: Diferencias existentes entre un jefe de equipo norteamericano y un jefe de equipo en Japón (ya mediados los años 60 los japoneses eran admirados por su modo de ver el mundo laboral).Tras una larga disertación del columnista, terminaba del siguiente modo: ««… un jefe de equipo americano se apoyará en los subalternos para ascender y medrar a costa de quienes resuelven los problemas. Todos trabajan para beneficio de uno: El jefe. En un equipo japonés, ante una iniciativa de un miembro del mismo, quien dirige, recogerá la iniciativa y la llevará al órgano superior del que depende y la expondrá. Ése jefe será recompensado por tener motivados a los suyos para conseguir el objetivo fijado«. Todos salen ganando.

Este ejemplo que leí, el del japònés, lo viví en aquella empresa en la figura de mi ingeniero jefe y la llevé a la práctica en cuanto me fue posible: Nadie está por debajo de mí pensaba y pienso y, SÍ, todos somos uno a la hora de sacar un proyecto adelante.

En la actualidad estas cosas deberían serme ajenas pues me basta con tratar de sacar adelante mi vida después de haberme dedicado durante cincuenta y un años al mundo laboral, al Estado en el fondo. Pero no es así. Me sigue chirriando la figura del ególatra que piensa que su palabra es «ex cáthedra» porque ostenta un cargo, cuando sólo la ceguera, la casualidad o el oportunismo -mayorritariamente de orden político- le han puesto ahí, seguramente sin mérito alguno, nutriendo su ego con el esfuerzo de los demás.

Los romanos tenían su modo particular de protestar contra el Senado cuyos miembros, en las más de las ocasiones, pertenecían a ése grupo de personas que por nacimiento, tal vez sin más mérito que la casa a la que pertenecían, ostentaban el poder mientras absorvían cuanto podían de aquellos que trabajaban para ellos, provocando situaciones tan familiares y desordenadas, hoy igual que ayer, que se convetían en protestas más o menos violentas en ocasiones. Fue hacia el año 494 a.C. que la situación política romana se hizo tan insostenible e injusta que, ante un Senado que no comprendía, ciego a la necesidad popular, ése mismo pueblo al que decía proteger con su gobierno, como medida de protesta decidió ir a la huelga general justo cuando el Estado se enfrentaba a una guerra con sus vecinos. Todo el mundo desapareció. Las tiendas cerraron, nadie acudió al trabajo, el conjunto productivo de la ciudad, la gente, abandonó la ciudad y el Senado se encontró conque eran gobernantes de un pueblo vacío. «Es la Roma que queréis. Ahí la tenéis, toda vuestra», se les dijo.

Fue preciso «negociar» para que el pueblo regresara y asumiera, una vez más, lo que formaba parte de su obligación bien fueras «hombre libre o esclavo»: Defender el Estado. En ésta ocasión el pueblo pidió estar representado en el Senado a través de la figura de dos «Tribunos de la Plebe» que abogaran e hicieran ver el valor del pueblo ante una clase senatorial dominante. Fue una de tantas «Secesssio plebis» como se produjeron, y se producen, a lo largo de la Historia.

Pasarían algunos años y una persona que alojé en mi casa, perseguida por la justicia por sus ideas, me volvió al mundo romano que entonces conocía menos que ahora. Ante una pregunta un tanto inquisitorial por parte de mi esposa en la que requería una aclaración a su comportamiento, éste le dijo:

Hay dos formas de estar contra la injusticia. Una enfrentandote a ella y exponiéndote a que el sistema te «funda» a castigos corporales o psicológicos, lo cual te deja inoperativo. Otra, aparentemente más cobarde pero más práctica, es no participar de la injusticia. Yo no tengo compromisos más que con Dios al que sirvo, a nadie perjudico con mi compromiso personal. Vosotros debéis optar por la segunda exponiéndoos a no ser comprendidos, pero os aseguro que seréis igual de eficientes, cuando de luchar conta lo injusto se trata.

Y es que cuando las cosas se ponen difíciles, alguien debe tratar de poner cordura para evitar que las malas situaciones deriven en otras peores.

El paso por aquella empresa, como del mundo romano, aprendí que un cargo no te posiciona como el mejor: Simplemente te hace servidor, ministro se dice, de quien te ha elegido.

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