Una vez aprendí que todo aquello que te quita la paz interior, no es de Dios y que debemos desprendernos de ello.
Una vez aprendí que el amor es entrega.
Una vez aprendí que el amor es servicio y que vale quien sirve
Una vez aprendí que la generosidad no se mide por el metal en que lo valoras o comparas, sino por la disposición que tienes hacia los demás
Una vez aprendí que en los viejos anida la sabiduría
Una vez aprendí que debemos vivir como si fuera el último día de nuestra vida
Una vez aprendí que el estudio es lo que te hace realmente libre
Además de todas estas cosas y más que han configurado mí existencia, un día aprendí que en los libros está todo o, al menos, casi todo.
Si además de todo lo anterior, caminas con los ojos abiertos por la vida, te das cuenta de que puedes volar como las águilas y abandonar la triste vida del picoteo de la gallina, tan rastrero y oscuro
Y aprendí que quien tiene un amigo, tiene un tesoro
Y tantas y tantas cosas que sigo aprendiendo, como que no todo se puede evaluar por medio del dinero.
Y lo más importante: No estamos aquí para siempre y de nuestro actuar depende que se nos recuerde o se nos olvide, o lo que es peor, que se nos ignore per saecula: Damnatio memorae
También he aprendido que la palabra si queda escrita es mejor, porque conlleva un grado de compromiso y responsabilidad que la hablada elude por principio: Se la lleva el viento.
Y en estas estoy, escribiendo para quien me quiera leer o al menos para descargar mi conciencia de maleza que no deja lugar a las cosas buenas, que alguna me queda.
Si tuviera que evaluar que valoro más en éste momento, además de un buen descanso reparador, lo que más valoro es el silencio. En él se ama, se acaricia, se hacen donaciones personales que la palabra estropea, se ve más claro, se siente mejor, se vive desde el interior, lugar donde sólo deberían anidar las cosas buenas, pues quien nos hizo nos hizo buenos.
En el silencio se sueña, se viaja donde nunca podrás estar. El silencio puede llevarte a la plenitud.
En éstas estaba yo junto a mi amigo Elio Galo, buscando el modo de explicarle mis inquietudes, esas que “porque no son de Dios” me intranquilizan llenando mi cabeza de vacíos que a nada me están llevando. Y porque se me nombra con frecuencia la bondad de tener amigos (Joaquín me dice que ahora es posible “tenerlos a miles” en las redes sociales) es por lo que llevo muchos días, más de quince y veinte también, tratando de encontrar el significado de la amistad que nos venden, cuando la que yo conozco es otra muy distinta.
En otra ocasión tal vez aborde el tema de la paternidad que hoy se vende como la posibilidad de tener un animal de compañía al que damos nuestro apellido, poniendo al mismo nivel su vida irracional con la nuestra que se irracionaliza cada vez más, en aras de una progresía capada de sentimientos humanos que nos eleven y nos acerquen a nuestra realidad como seres creados.
Para poder llegar a algo que me tranquilice, volveré a los clásicos. Quiero saber qué es la amistad para ellos, cómo la conciben y como no soy un hombre anclado en el pasado, también miraré qué piensa la moderna ciencia de la amistad porque, como me dijo una niña en una visita que acompañé en Los Bañales recientemente, “las cosas han cambiado desde la antigüedad, pero el hombre sigue siendo el mismo” y estoy seguro que a pesar de los augurios, el hombre siempre estará por encima de la IA pues que el ser humano es capaz de amar, algo que ninguna máquina hará nunca. Para ella la vida es un algoritmo. Para mí es trascendencia.
¿Qué es la amistad? Según Platón, es un lazo entre las almas que persiguen un ideal.
Quiero pensar que el resto de actuaciones se quedan en mero conocimiento entre personas, aspecto este discutible o no, depende de las ganas que se tengan de debatir como si del sexo de los ángeles se tratara.