Qué es “Conversaciones”
Desde hace mucho tiempo, conscientemente más de un año, converso con mi amigo interior. Es lo que tenemos los “mayores”. A falta de interlocutor válido – no digo que no los haya – conversamos con nosotros mismos, doblamos nuestra personalidad sin que nadie lo perciba, aunque si se nos observa bien la cara cualquiera puede darse cuenta que hay momentos en que nos trasladamos a un mundo diferente dentro del habitual: Es nuestro mundo, sin alharacas, sin neones, sin anuncios… es nuestro mundo real y ¿por qué no? ideal.
Repasando los apuntes en forma de post que poco a poco voy subiendo al Blog mododever.com, me doy cuenta que el apartado “Conversaciones” donde cuelgo los momentos de intimidad que comparto con mi amigo Elio Galo no tiene presentación, un leve texto que exponga qué se puede leer en él.
Cuando, como he escrito, hace más de un año me descubrí hablando conmigo mismo, me di cuenta que me estaba trasladando en el tiempo a caballo de la eterna pregunta que nos define como personas: ¿Por qué?, a la que seguían otras argumentales ¿Cómo? ¿Para qué?… Y me di cuenta que realmente se las estaba planteando a alguien del momento aquél, hace dos mil años, a una persona como yo, con una edad similar, con inquietudes parecidas, éxitos y fracasos a sus espaldas, como yo, que se retiraba a vivir su jubilación a una animada ciudad romana, vieja es su ubicación como espacio ocupado por gentes tribales, pero joven en su incorporación al mundo romano ya en tiempo de la República tardía que se monumentalizó y adquirió prestigio en época imperial, al menos mientras prevalecieron los valores de la Dinastía Julio- Claudia y la Dinastía Flavia. Supe que se llamaba Elio Galo, que fue Prefecto Gobernador de Egipto, que era de origen sirio de la Arabia Petraea… y poco más. Espero poder hallar más sobre él cuando aborde su biografía.
Y ahí comenzaron nuestras “conversaciones”, nuestra comparación de reacciones sociales ante situaciones similares, encontrando tan gran paralelismo como para merecer reflejarlas por escrito en un intento didáctico que ayuden a comprender mejor nuestros comportamientos sociales y personales, evitando, si es posible, la repetición de hechos reprobables que toda cultura y sociedad ha cometido mientras refuerza aquellas actitudes humanas que nos diferencia de cualquier otro ser creado, aplicando la Ley Natural que nos es dada y que vulgarmente se denomina “sentido común”
Obviamente las conversaciones, algunas escritas hace mucho tiempo, se presentan siguiendo una cronología de desarrollo humano que iguala cualquier tiempo y vida de las personas.
Elio Galo y Joaquín Latorre, dos personas en la Historia de la Ciudad Romana que el vulgo denomina Los Bañales, tal vez la Therraca romana.
Infancia
“En casa, el niño puede aprender sólo aquellas cosas que se le enseñan a él; en la escuela aprende también lo que se enseña a los demás.” Quintiliano (30 – 95d.C.?)
Como dejo entrever en otra entrada mía, al no proceder mi familia de la nobilitas, mi formación se forja en una rudimentaria escuela pública de post-guerra. Sólo hacían no más de 10 años que una guerra civil había asolado, además del territorio, gentes, familias… Ello condicionaría el resto de mi vida, condicionado contra el que, infructuosamente, batallo todos los días, al menos para aceptarla con una cierta dignidad. La situación cabría analizarla y compararla en paralelo con lo que nos ha llegado escrito sobre la sociedad romana antigua. ¡Son tan similares…!
Me decía un amigo, a raíz de mencionar a Quintiliano en su post y yo interesarme por la vida del personaje, que parecía que celebráramos el “Día de Quintiliano”, y es el caso que, en el entorno tormentoso en que mi cabeza se mueve tratando de hacer llegar al papel los recuerdos que, con prisa, quieren ser compartidos, aparezcan atropelados, casi con un “ordenado desorden”, y conviertan mi escritorio mental, el físico y el informático, en un galimatías; a su vez otra parte de mi cabeza dice que, recordando las enseñanzas del citado Quintiliano en su obra Institutio oratoria, donde reclama para el orador – escritor, si lo fuera, en mi caso – unas cualidades, carácter, ética y deontología que realcen su narratio, busca qué decir, inventio, cómo ordenarlo, dispositio, encontrar la mejor manera de decirlo, elocutio, adecuar lo que desea decir a las circunstancias que lo propician, actio, y la forma de no olvidarse de lo que desea transmitir, memoria; ponerlas por escrito es revivir para fortalecer nuestro paso por la vida y darle sentido.
En los tiempos antiguos era normal en Roma que los patricios, los que se sentían parte de una gens, los que se consideraban enraizados con los fundadores del Estado, Reino, República, Dictadura, Imperio (que todo lo fue Roma), los que defendían a ultranza el mantenimiento del mos maiourum (la costumbre de los ancestros, en castellano), la nobilitas, era normal que dispusieran de esclavos, por lo general griegos, macedonios… o libertos, esclavos manumitidos, los cuales enseñaban a sus hijos Gramática, Aritmética, cuando no Oratoria, Retórica… aquellas artes que pudieran servirles en el futuro, escrito de antemano, y que no era otro que poder ostentar una magistratura donde la oratoria jugaba un papel principal que enriquecía el cursus honorum, con una pedagogía que a decir de unos era la ideal, un preceptor un niño, frente a lo que defendía Quintiliano que no era otra cosa que la escuela pública, situación mucho más ventajosa en la formación de un niño, escuela a la que solían acudir hijos de plebeyos, gentes que no tenían gens, o sea los que su familia no se remontaba a los tiempos de la fundación de Roma, de la que hablaré en otra ocasión. La educación en Roma, donde el 80% de los habitantes vivían en el campo y del campo, se realizaba en la calle (el Foro de las ciudades y las plazas de las aldeas y pueblos sirvieron de aula para los niños de la plebe) y su nivel era básico, siempre relacionado con el trabajo que en un futuro iban a desarrollar, con toda seguridad siguiendo la tradición familiar.
En éste sentido, mi primer recuerdo de escuela, querido Elio Galo, es una habitación, oscura, fría (una atufadora estufa de leña o carbón era todo el sistema de calefacción en invierno) sólo para niños. En un tercer piso de una destartalada vivienda de uno de los barrios más marginales y “castizos” de Caesaraugusta. En otra habitación (no más cómoda), se ordenaban las mesas de las niñas. En general no había más distinción entre nosotros que una vestimenta uniforme azul para niños, rosa para niñas, que las madres trataban de “escoscar” con los pocos medios a su alcance en una ciudad carente de casi todo. Todo era muy antiquintiliano: Separación de niños por sexo, con la consabida enseñanza paralela, los niños unas materias y las niñas las mismas con un añadido que las haría excelentes esposas y amas de casa. Así mismo en una misma aula estaban presentes todas las edades, no había, al menos en los primeros años, grados. ¡Ay! Era todo tan romano…
Hasta cierta edad, una “maestra”, enseñaba las primeras letras, siempre aferrada a una regla (así la recuerdo yo) como un brigada del ejército se aferra a su fusta para mostrar su auctoritas, regla en mi caso, cuando no bastón los maestros, que no dudaba en blandir sobre las manos o los glúteos de los niños, si las respuestas no eran las esperadas por sus preguntas. Regla que llegué a odiar con mis cuatro años, hasta tal punto que, curiosamente, la fiebre me subía en cuanto se citaba la fatídica palabra, “escuela”, cada mañana de cada día. Un solo cuaderno “para todo”, un lápiz, un libro que era compendio de todo el saber preciso… y poco más, ése era el ajuar escolar, en el mejor caso transportado en un maletín de cartón-piedra que había que proteger cuando llovía, pues el cartón, tan noble él en su función de conservador del saber del niño, se deshacía al contacto con el agua. Al final, cuando el curso acababa, desaparecido el maletín, si no por la lluvia desaparecía por lo frágil de su constitución, los libros acababan siendo transportados por una correa que los unía, eso sí, forrados con papel de periódico para conservarlos y que durasen “para el resto de los hermanos” que nos seguían.
Como material de enseñanza de uso comunitario estaban los mapas, del mundo y de los continentes por separado, de España, físico y político, un gran compás de madera, regla, cartabones y, en el mejor de los casos, un globo terráqueo de escayola en el cual era fácil que despareciera una país entero cada vez que se golpeaba contra algo.
Un auxiliar para aprender a contar era el ábaco. Los niños romanos aprendían a contar, igual que nosotros, con los dedos (era sorprendente cómo podían expresar más de 10.000 cifras con ellos, utilizando una u otra mano o ambas a la vez) y en ocasiones utilizaban piedrecitas que llamaban cálculos , de donde se deriva la palabra cálculo que hoy utilizamos.
En Roma la escuela se constituía en el foro, por lo general, con un preceptor mal pagado, y mal considerado socialmente, por el Estado y, como material de trabajo de los niños, una tablilla encerada y un estilete con el que grabar las enseñanzas sobre la cera. En nuestro caso, antes que un cuaderno, se comenzaba a escribir en pizarras con una tiza que, normalmente, era un trozo de yeso que encontrábamos en la calle, la otra gran aula donde los niños nos “formábamos”.
En aquella escuela que viví, en llegando a una edad, normalmente hacia los nueve años, cambiaba la formación. En Roma los niños pasaban a dejar de depender de la formación de la madre a los siete años. No así las niñas que continuaban con la madre en su formación para ser una buena “dómina”, ama de casa. Quien podía económicamente, en Roma y en mi tiempo, se preparaba para enseñanzas superiores, mientras que el resto, como aquella plebe romana, continuábamos una formación básica hasta los doce/catorce años, edad en que ya adolescente se iniciaba el camino en el mundo laboral, no tanto acorde con los deseos vocacionales y habilidades en la mayoría de los casos, sino como apoyo económico a la familia. La vocación, casi siempre, aparecía en la cotidianidad. Se podría decir que, al igual que en la antigüedad, en llegando a ésa edad, la educación trascendía más allá de la familia y era la sociedad, el mundo laboral en mi caso, quien se encargaba de completarla. El mundo laboral y las gentes que lo componían, más bien.
Quintiliano se hubiera escandalizado de la pedagogía aplicada en la formación de los niños, pues, si bien es verdad que se valoraba el esfuerzo, no era tan positiva en los procedimientos empleados para conseguir los objetivos, siendo los castigos físicos las más socorridas armas para manifestar quién era la autoridad en el aula y por qué debíamos de estudiar. Él, Quintiliano, defendía que la educación debe llegar a todos independiente de ser inteligentes o no tanto y que la prudencia en el preceptor debe ser virtud principal, pues una deficiente enseñanza en la edad infantil, “exigiendo trabajos excelentes antes de tiempo” podía provocar el “aborrecimiento del estudio, creando una visión en el niño errónea sobre la educación”, otorgando al preceptor la función de “indagar, antes de empezar la formación del niño, sobre el ingenio, la naturaleza, la memoria y la capacidad del niño, al tiempo que debe conocer cómo debe tratar a sus alumnos”. Comparar el criterio de Quintiliano con los procedimientos vividos, todo da a entender que, o bien él era un adelantado, o bien la ignorancia y buena voluntad era lo que movía a “aquellos maestros” que recuerdo, siendo justo recordar a D. José María o D. Demetrio de un modo especial. Ellos sí respondían al principio de “magister”, maestro. Pero yo ya tenía nueve y trece años, respectivamente, y recordarles ahora supone adelantarme en la narrativa.
Pasada la época infantil recuerdo que las escuelas ya empezaban a ser espacios ordenados y adecuados para la función que se desarrollaba. Poco había cambiado el aspecto selectivo y tipologías de la enseñanza: Niños y niñas seguían caminos de formación paralelos… pero menos. A trancas y barrancas, como correspondía al miedo y responsabilidad que se me había inculcado, fui superando etapas que transcurrieron entre el tedio y el aburrimiento, cimientos de una mediocridad que bastaba para “no ser un burro”, frase motivadora por excelencia para instar al niño a que estudiase. Y pasaron los años. Y algo sucedió. Algo que acude a mi memoria y trato de encontrarle una explicación. Aunque “agua pasada, no mueve molino”
Acabo de cumplir nueve años y soy, claramente, consecuencia del momento social, sin acritud, pero es así, aunque eso ya es parte de otra historia.
Preadolescencia
Pagus Gallorum Idus de Septembris 2021
He dejado dicho que había cumplido nueve años y que comenzaría otra historia. Así expuesto podría parecer que entre aquel primer contacto con la escuela a los cuatro años y la preadolescencia, no había sucedido nada pero no es así. Fueron tiempos de cambios vertiginosos para mi corta edad. Había prisas y carencias mirase por donde mirase, generalmente hacia mi mundo interior.
Metido en la rutina social cargada de rituales que trataban de mostrar normalidad en una sociedad rota por una inmisericorde guerra civil, recuerdo las filas que se generaban para adquirir alimento racionado. Una Oficina de Abastos, intuyo similar a la Annona romana, garantizaba el suministro de alimentos para evitar la hambruna y, como aquella, no estaba carente de corruptelas: Se mantenía aplacados a los más desfavorecidos, a la vez que con una carencia total de escrúpulos, no faltaba quien en la élite garante de la moral y leales al sistema, acumulaba para especular, no estando los tiempos carentes de picardía: “los desfavorecidos”, gentes que a espaldas comerciaban con los productos racionados. Estraperlo, le llamaban. Nada nuevo bajo el sol que diría, muchos años antes, el Rey Salomón (Eclesiastés 1, 9). Posteriormente lo haría Marco Aurelio en sus “Meditaciones” y más cercano en el tiempo https://www.youtube.com/watch?v=mec8TnnYmI8
Cuando hoy leo cómo era la sociedad romana en la antigüedad, aquellos primeros años no me parecen tan diferentes entre sí. La familia, un padre y una madre, hermanos, tíos, primos, arracimados en ocasiones, apoyándose unos a otros en los mejores casos, creando tribu. Nada diferente a aquél tiempo como digo: Un paterfamilias que dirigía y lideraba (eso creía) y que trabajaba para todos y una madre, dómina cuya labor, muy extensa dentro de la “domus”, la casa, iba desde la administración, mantenimiento, educación de los hijos, labor que se premiaba por parte del Estado, la natalidad, con una tasa de muertes – más del 30%, durante el parto era habitual – que permitía a la mujer romana, por derecho, conseguir el ius liberorum, liberación de la tutela paterna, cuando tenían más de tres hijos. Lo más que conseguía, hasta bien entrada mi edad adulta, era el título de “Sus labores”, el cual describía toda la responsabilidad que recaía sobre la mujer. Pocas podían estudiar y ser reconocidas por sus méritos entonces.
Recuerdo también las horas que dedicaba la madre a “remendar” ropa para alargar su vida útil pasando de unos a otros componentes, niños y adultos, de la familia: Era preciso que pareciera que algo había nuevo, siempre, en la vestimenta. Era un mundo de apariencias. Y de dignidad, necesaria para sobrevivir. Al menos ése era el mundo que yo percibía. Como en Roma, la apariencia hoy es importante. En mi tiempo, y en mi caso, se existía para salir de la pobreza, como el esclavo se esmera para obtener la manumisión de su amo que, si bien no lo hace libre a los ojos de la sociedad imperante, lo hace digno de un aprecio relativo, pues no faltará patricio que le recuerde lo humilde de su cuna, debiendo mostrarse siempre agradecido a quien lo liberó siendo su cliente.
Ciertamente yo era espectador que, como diría un día uno de mis nietos, “escuchaba mientras jugaba” y guardar silencio era lo mejor para poder seguir enterándome de los valores y bajezas humanas que configurarían mi carácter años más tarde.
Varios cambios de escuela y domicilio aportarían barullo a mi cabeza que ya sólo se dedicaba a pasar etapas, las más agradables cuando de manualidades y de Historia se trataba (un viejo libro de lectura me recuerda cómo veía Theodor Mommsem la Roma Antigua) y más penosas cuando las matemáticas me recordaban mis limitaciones. Una hermana mayor derrochaba paciencia intentando hacerme comprender aquél galimatías de signos que llamaba números con la paciencia de un preceptor, paciencia que acababa siempre en grito, castigo y, como no, lloros por mi parte. Mientras sonaba como un mantra materno estudia, estudia, estudia… cuando lo que yo quería era experimentar qué pasaba con el agua cuando en un bote de hojalata le hacía agujeros a distintas alturas.
Y llegó mi mayoría de edad espiritual, esa que decide cuando eres capaz de distinguir el bien y el mal y que llamamos “uso de razón”. La madre, siempre presente en la educación de los hijos, cuando éstos alcanzaban los nueve años (en Roma a los siete ya dejaban de ser educadoras y pasaban la labor a un preceptor), debía decidir qué hacer con el futuro del niño, en mi caso. Un día fue llamada por el director del colegio y a modo de tutoría moderna, lanzó su propuesta: Su hijo puede estudiar bachiller. Podemos prepararlo y presentarlo a examen. Era como pasar de tener un “litterator”, un maestro, a tener un “grammaticus”, un profesor, ya entrados en los 10/11 años. Igual que en Roma.
La respuesta no se hizo esperar: No, mi hijo tendrá que trabajar. No podemos pagar estudios. En ése momento no me enteré de lo que pasaba. Tardaría décadas en ver el valor que D. José María tenía como Maestro y su agudeza para despertar vocaciones en los alumnos
Unos ejercicios gimnásticos básicos y, sobre todo, jugar en la calle al escondite, al tres en raya o a la gallina ciega, tabas, las canicas o, en el caso de las niñas exclusivamente, las muñecas. Todo es, como diría uno de mis maestros en Historia, “muy romano” pues nuestros juegos eran y son los mismos juegos que los niños practicaban en aquél tiempo en Roma que, a su vez, heredaron de culturas más antiguas como la egipcia, tal vez en el caso del alquerque, o la persa y el tres en raya. Era, la otra escuela, la calle, la gran educadora.
Y descubrí más cosas. A los doce años. Por ejemplo que no se puede criticar en público la metodología de un maestro sin que quedes relegado al ostracismo en un rincón de la clase, mientras te ves obligado a leer textos ininteligibles incluso para quien da la orden, que no puedes comentar con nadie la injusticia porque “algo habrás hecho para merecerlo”. Mientras, te sigues aferrando a los libros como el único modo de salir a un mundo que, de momento, sólo está en tu imaginación, pero que va conformando tu modo de ver la vida. Ya eres adolescente y, aunque no tienes soluciones para casi nada, no dejas de tener muchas preguntas que sólo con el tiempo podrás responder. En esto de la madurez los niños romanos nos llevaban mucha ventaja, como veremos más adelante.
Los libros y generar mis propios juegos, mecánicos en las más de las ocasiones, era mi mundo. La lucha, la rivalidad física, el enfrentamiento brutal no entraban en mis preferencias. En esto no tengo herencia romana. A ésta edad, por aquél entonces, un joven ya hacía tiempo que se entrenaba en las artes de lucha y no era extraño que dos años más tarde, entre los 16/17, ya se incorporara a las legiones como velite, sirviendo a Roma durante 25 años. Se propuso en la familia que yo entrara en la milicia con 14 años, aprendería un oficio y “serviría a la Patria” (ocho años) saliendo con un oficio además de tener la satisfacción de haber sido fiel a aquella, a la Patria. Hallar respuesta a inquietudes espirituales y a ideales humanos me resultaba más atrayente a ésa edad. Nunca entendí la guerra que crea miedos y genera vanidades.
No repetir las historias vividas fue creciendo en mí como objetivo principal de vida. No repetir errores, ya cometería los propios con el tiempo. Sobre todo conocerme y hallar mi hueco sólo o con una chica era el deseo predominante. Mejor esto último.
Cómo transmitir éstas vivencias el próximo día 25 de Septiembre durante la visita que guiaré a la Ciudad romana de Los Bañales, ocupan mis próximos días. Elio Galo, o Joaquín, como gustéis llamarme, contempla desde el Foro de la ciudad el ir y venir de las gentes que habitaron y pasaron por la ciudad, que comenzaban a vivir el día con los primeros rayos de sol y que se retiraban cuando éste desaparecía tras el Mons Chaunus, el Moncayo de nuestro días.
Llegamos “a mayores”
Es casi la hora décima (en torno a las 16:00h en 2022) cuando me acerco a través de la escritura a la vivienda de mi amigo Elio Galo en Los Bañales. Fue ayer, 5 de Julio, ante diem III Nonas Iulias para él, y me extraña no encontrarle en ella. Sus sirvientes me dijeron que “había salido al campo, lejos de la ciudad, para celebrar la Poplifugia – https://es.wikipedia.org/wiki/Populifugia – una festividad ancestral romana” a la que ellos no prestan demasiada atención pues su cultura, aunque romanizada, sigue siendo celta.
Cuando al fin encontré a Elio, le pregunté sobre su salida al campo en lo que más bien parece una huida general, tal es la muchedumbre que hallo y sus atavíos, como si la ciudad fuera a vivir su final, confesándome que “… ni los propios romanos recuerdan el origen de la fiesta, pero que al ser de carácter nefasto, preferían seguir la tradición antes que incomodar a los dioses”. (Un año en la Antigua Roma, Néstor F. Marqués, Espasa 2018)
– Imagínate, Joaquín, si ellos no lo recuerdan, ¿ qué sabré yo que soy sirio?, me apostilló.
Curioso me preguntó por el motivo de que tantas gentes nuevas estén por la ciudad hurgando en la tierra, “buscando no sé qué para tratar de comprender nuestras costumbres”, les oigo decir, comenta intrigado.
– Así es, Elio, buscan respuestas a las preguntas que nos hacemos sobre vuestro modo de vida y del que se va a hablar mucho los próximamente, tal es el bagaje de hallazgos que se están dando entre los restos de la ciudad que han llegado hasta mis días. Pero no ha sido éste el motivo que me ha traído hoy a la ciudad y creo que antes debo disculparme por mi silencio. Mi voluntad es una, escribir sobre ti y tu mundo asiduamente, lo cual no se corresponde con la realidad del día a día, más aún cuando desconozco si han sido las Furias o las Linfas, las que me han poseído, pero debo confesarte que llevo un tiempo que no me reconozco. Lejos de mí pensar que es la “tercera edad” que me pasa factura, modo tópico, casi peyorativo, de referirse en mi tiempo a la ancianidad.
– Jóvenes no somos, me matiza Elio. En mi caso agradezco ser una excepción. Bien sabes que la media de vida en mi época no supera los 30/35 años y yo ya los supero en mucho, lo cual me sitúa en la senectud. Lejos han quedado la adolescencia y la madurez que dediqué a la milicia. Ahora paso mis días hablando lo justo – virtud que se adquiere con la edad – con todo aquél que busca en mi una sabiduría que dicen que poseo, cuando lo único que he hecho ha sido vivir y eso es lo más que puedo contar. Como tú, imagino.
– Nada más cierto, replico. Ver tantas personas jóvenes afanadas en descubrir tu historia, la historia de tu ciudad, me acercan a mi momento y siento cambios en los que, como diría un filósofo de mi tiempo, Norberto Bobbio (Turín, Italia, 1909-2004)“… empiezan a contar más para mi los afectos que los conceptos”, https://es.wikipedia.org/wiki/Norberto_Bobbio. En su Autobiografía intelectual, leída por Gregorio Peces Barba en Julio de 1992, en la clausura del seminario dedicado a su figura en la Universidad Internacional Menéndez Pidal, en Santander, manifiesta “… haber llegado a los 83 años sin darse cuenta (…) a la edad de la vejez que una vez se llamó edad de la sabiduría“, para seguir diciendo que “… en las civilizaciones tradicionales el viejo ha representado siempre el papel de guardián de la tradición”.
Tal vez por ello, pienso yo, aquí en el campo, viendo como celebráis la fiesta Poplifugia, pueden verse en torno a los ancianos corrillos de jóvenes que buscan saber si el origen de la misma es el recuerdo de la muerte de Rómulo o su asesinato, acto que justificaría ésta apariencia de huida de la ciudad a la que os brindáis festivamente. No son pocos los padres conscriptos que hacen un llamamiento a no olvidar las ancestrales costumbres romanas. El propio Julio César, creo recordar, abogaba por ello y, tal vez, quien sabe, es lo que le costó la vida. Inmovilistas ha habido siempre que piensan que “más vale malo conocido…”, máxime si obra a su favor el mal.
La jornada transcurrió sin más novedad. Le comenté a Elio que era mi intención quedarme unos días en la ciudad pues quería aprovechar para hablar con él sobre éste interesante tema: La ancianidad, ayer y hoy, cómo se vive y cómo es aceptada por la sociedad y por el individuo.
Regresamos a casa bien avanzada la tarde, cuando el sol comenzaba a esconderse tras la silueta de Mons Caunus, escenario de las batallas que mantuvo Tiberio Sempronio Graco contra los celtíberos, años atrás (https://tiresiotermestino.blog/mons-caunus-segun-tito-livio/)
De fiesta en fiesta
Con la puesta de sol se da por finalizada la fiesta Poplifugia. Elio y yo vamos comentando, de regreso a casa, cómo al día siguiente, pridie Nonas Iulias, pasaremos una no menos importante festividad, la Fortunae Muliebri, que se remonta al siglo V a.C. La República se acababa de estrenar como forma de gobierno en una naciente Roma y una serie de hechos mezcla de éxitos militares, traiciones y gestos heroicos, ésta vez con las mujeres como protagonistas de los mismos, llevó al Senado a determinar que en homenaje a las heroínas se construyera un templo dedicado a la diosa Fortuna Muliebris, protectora de las mujeres que se habían casado una vez, las cuales eran consideradas piadosas y fecundas y por tanto únicas en poder venerar las imágenes de la diosa y a cuya protección se acogían las emperatrices.
Va a ser un día nefasto, día consagrado a la diosa y sólo se van a permitir hacer aquellas acciones que si se dejan de realizar pueden generar perjuicios personales o a la sociedad en general.
Ya en casa, diligentes Aine y Alucio, los sirvientes de mi amigo, han preparado una cena en la que no han faltado unas suculentas gachas con verduras de cultivo propio, y queso con miel para postre. Algo de vino rebajado con agua ha completado lo que más ha parecido un refrigerio por lo austero de la mesa.
-La fiesta de mañana me recuerda un tiempo en el que yo gerenciaba una empresa que era obligado mantenerla activa seis días de la semana….. las veinticuatro horas del día, normalmente de lunes a sábado inclusive y en la cual, en llegando las primeras horas del domingo, día de descanso oficial, de madrugada, se procedía a desmontar los elementos productivos, hornos de siderurgia principalmente, que eran reparados a lo largo del domingo de modo que el lunes estaba operativa la fábrica para afrontar una nueva semana a plena producción.
Recuerdo haber ido por aquellos días a las autoridades eclesiásticas, previa autorización de las civiles que debían evaluar las razones de no respetar el domingo, a pedir permiso para que los trabajadores que participaban en las labores de reparación de la maquinaria en “una fiesta de guardar”, como solía decirse, estuvieran eximidos de asistir a los actos religiosos que como creyentes se recomendaba cumplir, festejando así un día dedicado a Dios.
-Te habrás dado cuenta Joaquín, que nuestro día a día está marcado por los dioses y la superstición, intervino Elio, aunque siempre tratando de controlarlos nosotros; a los primeros para mantenerlos contentos con gestos de atrición y a lo segundo buscando un beneficio en lo cotidiano.
Siempre ha sido así, musitó con cierta resignación.
Qué contestarle. Es un proceder que se mantiene en mis días, pienso. Forma parte, tal vez, de nuestra esencia.
Y comenzamos una larga sobremesa a la luz de una crepitante lucerna, observando una ciudad dormida. Aine se ha retirado a descansar. Alucio, adormilado cerca de nosotros, está pendiente de cualquier necesidad que podamos demandar. Es admirable su dedicación a mi amigo.
Los pensamientos nos llevan a reparar en recuerdos que acrecientan la sensación de madurez en nosotros. Sin darnos cuenta, durante la fiesta, en el campo, nosotros hemos sido centro de algún corrillo de jóvenes que nos demandaban “historias”, las más de las veces de acciones que hemos llevado a cabo y cuyo valor acrecentamos conforme pasan los años y nuestro deseo de trascendencia precisa para que se nos recuerde.
Hace calor y la ausencia de nubes permite a una creciente Luna dibujar sombras y realzar penachos de humo hipnotizantes en un silencio sólo roto por algún que otro exceso, resto de una jornada festiva huyendo de sí mismos.
Y nos dejamos envolver por la noche.